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Uzbekistán es, probablemente, el país de las repúblicas exsoviéticas que terminan con el sufijo stán (que en persa significa ‘lugar de’) que en los últimos años más ha caminado en la senda de la democracia, lo que significa que turista se siente libre y a gusto. La primera impresión al pisar tierra uzbeca es que todo funciona, es decir: calles limpias, hoteles recién inaugurados, monumentos restaurados… y orden ciudadano.

Es un estado laico, con una mayoría en teoría musulmana, que no es muy practicante; lo que significa que no hay fanatismos. Después de la independencia – es un estado independiente desde 1991- algunos grupos islámicos intentaron monopolizar la religión y hubo algunos atentados con la firma del radicalismo islámico; pero el estilo ‘mano dura soviética’ (que aun imperaba) solucionó el tema sin contemplaciones y con operatividad radical.

Bujará – Foto de Pedro Grifol

Las mujeres no se tapan la cara, es más: la última moda, entre las más jóvenes, es pintarse las cejas bien destacadas y con el entrecejo casi unido… algo que no deja de resultar exótico para los turistas. El té (kok choy) es la bebida nacional, pero también elaboran buena cerveza; y hubo vino… desde siempre. Y la estrella gastronómica a nivel nacional, comparable solo a cualesquiera de nuestros ‘cocidos’ regionales, se llama plov. Espectacular.

Estas breves pinceladas sociopolíticas (con toques gastro) vienen a cuento para explicar que la seguridad que acompaña al viajero extranjero es efectiva y que moverse por su geografía, puede ser ya una buena idea.

La Ruta de la Seda por Uzbekistán

Jiva – Foto de Pedro Grifol

La llamada Ruta de la Seda adquirió ese nombre en el último tercio del siglo XIX gracias al geógrafo alemán Ferdinand Von Richthoffen, que fue quien puso sobre el mapa lo que, en realidad, eran varias rutas. A la más antigua la denominó Camino Real Persa, que abarcaba unos   3.000 kilómetros y que conectaba el mar Mediterráneo con el Valle de la Ferganá – hoy dividido entre las tres repúblicas exsoviéticas de Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán – ; mientras que la que se unía a esta desde Xi’an (China Central) se inició en el siglo I a.C. Esa sí era la ruta para transportar seda, joyas o especias a la imperial ciudad de Roma; y traer de vuelta diversos objetos raros (por desconocidos). Un viaje de más de 8.000 kilómetros.

Ni que decir tiene que el viaje también llevaba consigo el saber de los pueblos, un material intercambiable compuesto de ideas y cultura. Uzbekistán está en medio de la Ruta de la Seda y conserva las tres ciudades más emblemáticas de ese mítico itinerario histórico… ¡y legendario!

Jiva, ciudad fortificada

Jiva – Foto de Pedro Grifol

La ciudad de Jiva está considerada como la urbe medieval mejor conservada de Asia Central. Deambular por este museo al aire libre, repleto de edificaciones históricas, es sorprendente. Son significativos sitios como el mausoleo del guerrero-poeta Pahlavan Mahmud Khwarazmi (1247-1325), decorado con bellos mosaicos, y convertido en un lugar venerado; la mezquita Juma, con sus más de 200 columnas de madera tallada que proporcionan caprichosos juegos de claroscuro; y el palacio Tosh-Hovli, construido en el siglo XIX como residencia para el emir, para su séquito y para su harén.

Aunque quizá lo más mágico sea esperar el atardecer desde lo alto de su muralla de abobe que abriga la ciudad y que parece que sigue dando protección al entramado de sus callejones de piedra. Jiva es un paraíso de ladrillo viejo embellecido por azulejos esmaltados.

En nuestro paseo urbano -y según nuestro estado de ánimo-, seguro que nos incita a recrear algún cuento de Las mil y una noches; a pensar en los misterios que guarda la lámpara de Aladino… o quizá, a recordar (para no olvidarlo), que sus plazoletas fueron escenario de los mercados de esclavos más notorios de Asia, aquellos que dieron pie a descriptivas imágenes que permanecen pintadas en los lienzos de la Historia.

Bujará, la ciudad sabia

Bujará – Foto de Pedro Grifol

Bujará fue un gran centro de sabidurí­a en la Edad Media. En ella vivieron Ibn Sina -Avicena es la latinización de su nombre- que abarcó todos los campos del saber: medicina, ciencia y filosofía; y los instruidos Ferdousí y Rudaki, personalidades del mundo islámico persa cuya importancia es equiparable a la de Newton, Cervantes o Shakespeare en el mundo occidental.

Su casco antiguo apenas ha cambiado en siglos y constituye una reserva arquitectónica. Aquí se concentran el mayor número de mezquitas, mausoleos, tumbas y otros edificios islámicos del continente asiático declarados patrimonios de la Humanidad. El esplendor islámico se refleja en la madraza de Mir-i-Arab -las madrazas son escuelas donde se estudiaba matemáticas, astronomía, teología y filosofía-, y el minarete Kalon, joya de la visita cultural a la ciudad. Cuando se construyó, en 1127, era el monumento más alto de Asia central (47 m. de altura). Cuando Gengis Kan invadió el país, quedó tan asombrado que lo ‘indultó’ de su furia destructora.

Su otra madraza, la llamada Abdul Aziz Khan, actualmente es un mercado de artesanía, aunque sigue conservando su estructura original. Hay que destacar que es el lugar idóneo para comprar los souvenirs del viaje: cerámica, sedas con estampado de nudos (ikat), miniaturas pintadas, fulares, gorros, cuchillos artísticos…

En otro contexto urbano, la plaza Lyabi-Hauz constituye uno de los lugares más acogedores de la ciudad. Tiene un estanque que data de 1600, en cuyo alrededor, y a la sombra de moreras tan viejas como el estanque, los lugareños juegan al ajedrez, beben té, o se cuentan cuentos.

Legendaria Samarkanda

Samarkanda – Foto de Pedro Grifol

Pronunciar el nombre de Samarkanda es viajar con la mente. Su fonética posee el eco de las aventuras viajeras de otros siglos. Sin duda alguna es la ciudad que evoca el corazón de la Ruta de la Seda. Solo ver Samarkanda justifica el viaje en sí mismo. Alejandro Magno la conquistó en el año 329 a.C. Y cuenta la leyenda que exclamó: “Todo lo que he oído de Marakanda (su antiguo nombre en griego) es cierto, excepto que aun es más bella de lo que imaginaba”.

El centro de su universo se llama Registán, una gran plaza formada por tres gigantescas madrazas. Uno de los mejores conjuntos arquitectónicos del mundo. Resultan sorprendentes estas bellísimas construcciones dedicadas a la cultura que se remontan a los siglos XIII y XIV, cuando Europa se consumía en guerras de religión y solo unas pocas zonas de Asia estaban aparentemente desarrolladas. Los tres edificios, con sus altos minaretes recubiertos de brillante mayólica turquesa, fulguran con la luz del amanecer, del atardecer… y también de la noche, gracias a una sutil iluminación artificial hace que podamos disfrutar de su majestuosidad en cualquier momento.

Aunque la plaza Registán es lo más notorio, la ciudad tiene otros enclaves significativos, como el mausoleo Gur-e-Amir, donde se encuentra la tumba de Tamerlán, el último de los grandes conquistadores nómadas del Asia Central; y el complejo de Kusam Ibn Abbas, donde se halla enterrado Kusam, primo del profeta Mahoma y supuesto introductor del islam en la zona.

La moderna Taskent

Bazar de Chorsu – Foto de Pedro Grifol

Taskent es la capital Uzbekistán, a la cual llegaremos en vuelo y de la que nos despediremos del país. No solamente porque es nuestra puerta de entrada, sino porque también tiene sus atractivos, merece la pena dedicarle un par de días. Tiene un metro ‘a lo moscovita’ y grandes avenidas también de corte ruso y un laberíntico casco antiguo de callejones sin asfaltar que forma parte del encanto del paseo urbano.

Posee un patrimonio museístico importante, donde destaca la Biblioteca-Museo Moyie Mukarek, que alberga el Corán de Osmarr (Uthman Quran) del siglo VII, considerado el más antiguo del mundo.

Panadero vendiendo los tradicionales chap-chak – Foto de Pedro Grifol

Pero el pulso de la ciudad y de la vida cotidiana se desborda en el Bazar de Chorsu. Montañas de coloridas especias esperan a que el fotógrafo más talentoso saque partido de la puesta en escena. El pan uzbeko es una de las señas de identidad del país, por eso también hay que prestarle atención a los hornos de leña del mercado donde los panaderos cuecen las tradicionales chap-chak, las crujientes hogazas recién horneadas… Aquel ‘pan de horno’ que nosotros hemos ido perdiendo poco a poco en nuestro transcurrir panadero occidental.