Aquellos que visteis La vida de los otros, que recibió el Oscar a mejor película de habla no inglesa en 2006, pudisteis vislumbrar el nivel de desquiciamiento y paranoia que alcanzó la Stasi, el órgano de inteligencia (y espionaje) de la República Democrática Alemana. Pero la realidad, en este caso, sí superó la ficción como se puede comprobar en el Museo de la Stasi de Berlín, una de las mejores visitas en la capital alemana para los aficionados a la Guerra Fría y el análisis de los totalitarismos.
Porque la vida en Europa ha cambiado un poco desde la caída del Muro de Berlín y el consiguiente final de la Stasi, pero no conviene perder de vista hasta dónde puede llegar un estado o gobierno para controlar a sus ciudadanos, una distopia orwelliana muy real que vivieron los alemanes del Este durante más de cuatro décadas.
El Museo de la Stasi, el turbio Berlín del espionaje totalitario
Cuentan que casi uno de cada 100 habitantes de la RDA era informador de la Stasi, además de los más de 52.000 empleados que tenía el propio Ministerio para la Seguridad del Estado en 1970. Así que si estabas en un bar con más de 100 personas podías tener la seguridad de que al menos una te iba a “delatar” en caso de que dijeras una palabra más alta que otra.
Toda la información recibida por parte de los informadores extraoficiales y los espías profesionales iba a parar a las oficinas de la Stasi en Lichtenberg, un distrito al este de Berlín.
Allí llegaron a trabajar unas 8.000 personas en sus años de gloria, cuando el ministro de Seguridad del Estado Erich Mielke convirtió a su Stasi en el servicio de espionaje más temido del mundo… y más venerado.
Porque si en un principio la Stasi se miró al espejo de la KGB soviética con la que siempre colaboró, con el paso de los años afinó tanto sus estrategias de control ciudadano que terminó por desquiciarse en sus objetivos: ya no se trataba de la “seguridad” del Estado, sino de la desestructuración de la personalidad, como dice la historiadora y politóloga experta en la RDA Sonia Combe.
¿Por qué llegar tan lejos? ¿Qué sentido tenía convertir al ciudadano de la RDA en un autómata al servicio del Estado, incapaz de toser sin permiso del partido?
Llegar a ese punto de espionaje paranoico, como le sucede al protagonista de la película La Conversación de Coppola, fue contraproducente para el propio régimen ya que ni los mismos ciudadanos que lo apoyaban eran incapaces de sentirse “seguros”: hasta tu mujer o tu marido podría estar a sueldo de la Stasi. Y una sociedad que vive en estado permanente de intriga tiene los días contados.
Paseando por el despacho de Erich Mielke
Desde el 15 de enero de 1990, miles de personas derribaron las puertas de los edificios gubernamentales de la Stasi en Lichtenberg: fue el conocido como asalto de la Normannenstraße, la calle en la que se sitúa la casa 1 del Ministerio de Seguridad del Estado.
Allí se encontraron con cientos de trabajadores triturando y rasgando documentos a mano. Pero eran demasiados documentos para tan pocas manos: 16.000 bolsas con 33 millones de páginas, un archivo inaudito en la historia del espionaje.
Una semana más tarde del asalto, la Mesa Redonda Central, un comité formado por representantes de la dictadura del SED y de grupos de derechos civiles, decidió que se debería crear en la Casa 1 un “centro conmemorativo y de investigación sobre el estalinismo de la RDA”. Es el Museo de la Stasi, una visita fascinante para arrojar luz sobre la etapa más oscura de la capital alemana, el reverso tenebroso del Museo de la RDA más enfocado a la vida cotidiana en el país.
Con un añejo sabor setentero, nadie diría que por los pasillos de la oficina central de la Stasi anduviesen los espías más eficientes del mundo. Más bien nos imaginamos a tipos circunspectos con bigote y americanas de pana fumando sin parar clasificando papeles y escuchando grabaciones.
Y a buen seguro que cuando los empleados de Mielke iban a trabajar un lunes por la mañana no se lamentaban de su suerte ni de la falta de ética de su labor, simplemente hacían su trabajo, el cual formaba parte de una inmensa cadena de mando que alcanzaba al ministro, que pasaba la vida en la segunda planta: aquí se encuentra su despacho y dependencias tal y como él las dejó, sin cambios desde que el edificio se completara en 1961.
Además de mostrarnos documentos e información sobre la historia de la Stasi, incluyendo el organigrama principal de su cadena de mando, el museo exhibe diversos objetos curiosos sobre los sistemas de espionaje que usaban los colaboradores y trabajadores del Ministerio de Seguridad, incluyendo cámaras minúsculas en objetos como corbatas, llaveros, linternas o bolígrafos. ¡Y hasta en botones de la chaqueta! Seguro que Q, el experto en gadgets del Servicio Secreto Británico que trabaja con James Bond hizo sus prácticas aquí.
No es una visita larga ni pesada, y tal vez a algunos aficionados a la historia se les pueda hacer demasiado corta, pero es evidente que el Museo de la Stasi es una experiencia reveladora que nos ilustra sobre uno de los episodios más turbadores de la historia contemporánea en una etapa, la nuestra, en la que el oscuro clima sociopolítico y el progreso de la tecnología parecen aliarse para una nueva edad dorada de la vigilancia del ciudadano.
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