Las ruinas de una villa histórica perdida en tierra de nadie, unas pinturas rupestres Patrimonio de la Humanidad, un monasterio milagroso y un fascinante paraje con caprichosos riscos. El este de Cuenca, ya cerca de la frontera con las provincias de Teruel y Valencia, fue una tierra olvidada que, poco a poco, recibe el interés que se merece ofreciendo a los viajeros interesantes atractivos. Acompáñanos en esta ruta histórica por las tierras de Moya, arrancando en una villa de leyenda.
En las ruinas de Moya, llave de Reinos
A mediados del siglo XIV, Moya fue declarada ‘puerto seco’: “lugar de frontera donde pecharán todas las mercancías provenientes de los Reinos de Aragón y Valencia”. Esta es una de las razones que explica que los historiadores se refieran a Moya como la ‘Llave de los Reinos’ por su privilegiada ubicación entre tres reinos: Castilla, Aragón y Valencia.
Pero para conocer los orígenes de Moya hay que irse un poco más atrás en el tiempo. Algunos de los restos arqueológicos hallados en la zona demuestran que ya estuvo poblado desde la Edad del Bronce, aproximadamente desde el 1.000 a.C. habiendo sido un castro celtíbero. Pero lo curioso de Moya en relación a otros enclaves históricos de la zona es que no hay constancia de conquista musulmana pese a lo privilegiado del cerro de más de 1.000 metros de altura, ideal para la construcción de una fortaleza.
Los cristianos sí que pusieron sus ojos en las tierras de Moya desde Alfonso VIII, siendo consolidado el asentamiento por Fernando III a mediados del XIII. Posteriormente, sería declarado por Fernando IV patrimonio de la Corona. Ya en los albores de la Edad Moderna, en tiempos de los Reyes Católicos, Moya se convierte en Marquesado, siendo sus primeros marqueses Andrés de Cabrera, que llegó a ser mayordomo y tesorero de Enrique IV de Castilla, y su mujer Beatriz de Bobadilla, camarera de la propia reina Isabel.
Es el momento de mayor esplendor de Moya, un marquesado que comprendía 36 pueblos en los que llegaron a vivir más de 1200 personas. Pero con el paso de las décadas, la estrella de Moya se empezó a apagar sufriendo graves destrozos en la Guerra de Independencia, primero, y en las guerras carlistas, después.
Las desamortizaciones fueron la puntilla y el marquesado empezó a disgregarse. A mediados del XX, Moya se convirtió en pueblo fantasma y languideció durante décadas hasta que las autoridades han ido tomando conciencia de la importancia de proteger su importante patrimonio.
Y es que tan solo las vistas desde lo alto del cerro ya justifican la visita: los Montes Santerón al norte, el Pico de Ranera al sur, el Macizo de Javalambre al este, el cual conduce ya a Albarracín, no muy lejos de Moya, y la Serranía de Cuenca al oeste. No nos extraña nada que aquellos primeros pobladores tras la Reconquista vieran las posibilidades de este paraje como enclave estratégico.
Los arqueólogos e historiadores diferencian cinco recintos amurallados según la época: siglos XII, XIII y otros tres en el siglo XIV. En el más moderno, en la ladera noreste del cerro, encontramos la estructura fortificada de La Coracha, que incluye el torreón de San Roque y la torre del Agua. La primera de ellas servía como el mencionado puerto seco: por ahí debían pasar las mercancías para continuar su camino, tras pagar el pertinente impuesto.
El Castillo Fortaleza es la construcción que domina el cerro con su ruinosa pero evocadora Torre del Homenaje. Así mismo, encontramos diversas iglesias, más o menos ruinosas, a lo largo de nuestro recorrido, entre ellas la iglesia de Santa María la Mayor, que todavía está en uso, así como un hospital, una plaza mayor, el convento y el ayuntamiento, además de numerosas puertas.
Con todo, lo más impactante de Moya es la fusión de la ruina con el agreste paisaje que la circunda, un recuerdo imborrable de uno de los grandes tesoros ocultos de la provincia de Cuenca que desde hace unos años parece despertar su letargo gracias a los proyectos de restauración y rehabilitación.
Por tierras de Moya: de Landete a Villar de Humo
Dejamos ya las inolvidables ruinas de Moya y continuamos ruta hacia Landete y su evocador barrio del Castillo, con sus casas típicas de construcción serrana que se asoman al río Algarra. Un poco más al sur, por la N-330, llegamos a Talayuelas que destaca por su laguna silícea, una de las pocas existentes en España, y el mencionado Pico de Ranera, otro emblema de la zona.
Nos vamos ahora hacia el oeste para conocer Garaballa que custodia el Monasterio de Tejeda erigido en el XVI sobre un eremitorio del XIII que se había levantado para conmemorar una milagrosa aparición: la Virgen se le presentó a un pastor sobre un tejo indicándole que fundase una iglesia en el emplazamiento. Esta leyenda está detrás del origen de la romería de la Virgen de la Tejeda que se celebra cada siete años (la siguiente será en 2025) y que parte del monasterio y llega a la propia Moya.
Volvemos ahora hacia el noroeste por la CM-215 para alcanzar Cañete, localidad famosa también por uno de sus hijos más ilustres: Álvaro de Luna que llegó a ser Condestable de Castilla y valido de Juan II en la primera mitad del XV. En Cañete no nos podemos perder la propia estatua del noble castellano, la muralla medieval, la Puerta de las Eras o el Museo de la Cultura Popular.
Continuamos ruta hacia el sur por la Nacional 420 para disfrutar de uno de los parajes geográficos más espectaculares de las tierras de Moya: el paisaje de Las Corbeteras en el término municipal de Pajaroncillo: unos caprichosos riscos de roca caliza que moldean chimeneas y otras formas curiosas producto de la erosión.
Y tras pasar por Carboneras de Guadazán y disfrutar del interesante patrimonio arquitectónico de su iglesia de Santo Domingo y de la de los Padres Dominicos de la Santa Cruz, finalizamos nuestra ruta en Villar del Humo para rememorar los orígenes de los asentamientos humanos en estas tierras. Las pinturas rupestres de esta localidad, fechadas en el Neolítico y la Edad del Bronce, ofrecen un magnífico testimonio de estas primeras manifestaciones artísticas humanas.
Nos despedimos ya de las tierras de Moya, un recorrido de más de 5.000 años de historia que nos ha servido para iluminar uno de esos territorios fuera de pistas que en los últimos años se está reencontrando con el viajero: como volver a abrir una incunable olvidado durante décadas al fondo de una biblioteca.
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