“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”. (Platero y yo)
Dicen los que saben de esto que en las primeras frases de una composición literaria el escritor se juega la vida: Juan Ramón Jiménez se ganó la eternidad con un par de líneas de Platero y yo. Esta insólita obra a medio camino entre la prosa y la lírica es una de las más famosas de la literatura en castellano de todos los tiempos. Y Juan Ramón situó la historia en Moguer, su ciudad natal. Nos vamos a Huelva para recordar las odiseas y las blancas maravillas de esta vibrante localidad andaluza.
Moguer y la odisea de Colón
Pese a que Juan Ramón inmortalizó su pueblo en Platero y yo, Moguer ya llevaba ahí muchos siglos atrás. Su ubicación al borde del Río Tinto cerca de su desembocadura en la ría de Huelva donde confluye con el Odiel atrajo a numerosos pobladores desde antiguo. Los romanos ocuparon el territorio y fomentaron una industria de salazones que encontró en el Río Tinto una eficiente vía de comunicación con el Mediterráneo, vía que marcaría la historia moguereña en siglos sucesivos.
No tardó en caer bajo el dominio musulmán a la llegada de este pueblo a principios del siglo VIII dejando sus huellas en diferentes construcciones que aún perduran hoy en día. A mediados del siglo XIII la Orden de Santiago toma el territorio pasando primero a pertenecer a Niebla para después crearse el Señorío de Moguer.
Y llegamos a finales del siglo XV, época que cambiaría la historia del pueblo… y del resto del mundo conocido. En esos tiempos, el puerto de Moguer tenía ya un muelle de atraque para carga y descarga, además astilleros siendo junto a la vecina Palos de la Frontera y la propia Huelva un importante centro náutico del litoral onubense.
El pueblo ya contaba por entonces con 5.000 habitantes: entre ellos muchos linajes marineros acostumbrados a embarcar en rutas largas y complejas que los llevaban a muchas millas de distancia, sobre todo a África. Es en este contexto cuando en 1488 se construye en los astilleros del Puerto de Moguer, la carabela La Niña usando madera y chaparro procedente de los montes de Moguer. La Niña era propiedad del moguereño Juan Niño, navegante y futuro maestre de la carabela y figura clave en los preparativos del viaje a América, convenciendo a muchos marineros reacios a embarcarse en aquella aventura de destino incierto.
La Niña se denominó en su botadura ‘Santa Clara’ en honor del Monasterio del mismo nombre. En Santa Clara de Moguer se produjo en 1493 unos de los sucesos más recordados de la odisea de Colón: el Voto Colombino. El 14 de febrero de 1493, la flota de regreso de América, compuesta por la propia Niña y la Pinta —la Santa María embarrancó en la Española en diciembre de 1492— se cruzó con una fuerte tempestad cerca de las Azores. Con el agua al cuello, los navegantes se confiaron a la Divina Providencia y juraron acudir a un templo cristiano en caso de vivir para contarlo.
Los tripulantes superaron la tormenta, pero tuvieron cumplir la promesa. El 16 de marzo de 1493, Colón y otros marineros de la Niña fueron a Santa Clara y pasaron la noche en el monasterio agradeciendo la intercesión divina en aquel momento crítico en alta mar. Desde entonces, esa fecha es una de las importantes del calendario moguereño: todos los 16 de marzo, la Real Sociedad Colombina Onubense y diversas autoridades recuerdan en Santa Clara el Voto Colombino.
La mayoría de los viajeros que llegan a Santa Clara atraídos por la leyenda colombina se encuentran con una agradable sorpresa: se trata de uno de los mejores ejemplos de arquitectura mudéjar de toda Andalucía con sus 10.000 m² de extensión. La construcción se divide entre las viviendas y las dependencias monacales y la propia iglesia.
Esta última es un templo gótico-mudéjar de tres naves separada por arcos apuntados en la que destaca la sillería nazarí del XIV. A destacar también el denominado claustro de las Madres, el más antiguo de Andalucía, así como los sepulcros de mármol y alabastro de los Portocarrero atribuidos a Giacomo della Porta, uno de los mejores artistas de su generación, ejecutor, entre otras obras, de la fachada de Il Gesú en Roma, una obra maestra que marcaría la transición al Barroco.
Otra parada obligada del viajero en Moguer es la iglesia de Nuestra Señora de la Granada. Y es que a los moguereños les gusta hacer las cosas a lo grande, y no solo cuando se trata de botar barcos que lleguen al otro lado del mundo: esta iglesia es la de mayores dimensiones de toda Huelva. El actual edificio fue levantado sobre las ruinas del anterior que había sido derribado por el famoso y devastador terremoto de Lisboa que afectó a buena parte de la Península Ibérica. Del templo original se conserva la torre parroquial restaurada en el XVIII y que Juan Ramón definió a su manera: “de cerca parece una Giralda vista de lejos”.
Finalmente, el Convento de San Francisco es el tercer hito religioso que brilla con luz propia en Moguer. Auspiciado por el señor de Moguer Pedro Portocarrero en el siglo XV, llegó a contar con la biblioteca más importante de Huelva. Destaca su claustro de estilo manierista —desde el que también se puede divisar la espadaña— con sus dos pisos de arquerías sobre columnas. Actualmente, el Convento de San Francisco conserva la Biblioteca Iberoamericana y el Archivo Municipal.
Antes de volver a Juan Ramón, debemos pasarnos por el Castillo de Moguer que recuerda la etapa de dominación musulmana del territorio. Se construyó en época almohade apovechando una fortificación romana siendo ampliado en el siglo XIV ya en época cristiana. Los señores de Moguer vivieron en sus dependencias durante décadas. El patio de armas que alberga una antigua bodega y el aljibe almohade conviven con muros en ruinas dotando a la construcción de un nostálgico atractivo.
Juan Ramón y Moguer
“A Platero en el cielo de Moguer. Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi alma tantas veces—¡sólo mi alma!— por aquellos hondos caminos de nopales, de malvas y de madreselvas; a ti este libro que habla de ti, ahora que puedes entenderlo”. (final de Platero y yo)
Aquellos caminos de nopales, malvas y madreselvas son los que el niño Juan Ramón recorrió a finales del XIX marcando su carácter y forjando su alma de poeta. Nació en 1881 en una casa de la calle Ribera que desde hace años se ha musealizado para rendir tributo al escritor. Como también se le rinde tributo en la Casa Museo Zenobia y Juan Ramón (en la actual calle Juan Ramón Jiménez) que muestra una gran cantidad de documentos, objetos y muebles del Premio Nobel y su mujer.
La ruta juanramoniana por Moguer nos lleva ahora al Museo al aire libre ‘Moguer Escultura’ que recrear en piedra algunos de los personajes de Platero y Yo, además de otros moguereños ilustres vinculados al Descubrimiento. Se trata de una iniciativa del Ayuntamiento que nace en 2014 con el objetivo de platerizar las calles de la localidad onubense celebrando el centenario de la publicación de la obra.
El burro es protagonista de tres de estas esculturas, la primera de ella en solitario ejecutada por Álvaro Flores, está ubicada en la céntrica plaza del Cabildo, mientras que Idilio de Abril de Pedro Requejo rememora el capítulo XLII de la obra: una celebración de esa Edad Oro infantil que late en toda la composición del poeta moguereño. Finalmente, Asnografía de Víctor Pulido usa láminas de metal convertidas en letras y nombres recordando el capítulo LV, uno de los más recordados: esta escultura se sitúa junto al ábside de Santa Clara.
Los aficionados a la obra de Juan Ramón también pueden descubrir Moguer con hasta tres rutas literarias promocionada por el Ayuntamiento de la localidad onubense: ‘Azulejos’, siguiendo la veintena de azulejos con textos del poeta que se distribuyen por las calles de la ciudad, ‘Fuentepiña’, que acerca al visitante a la casa de campo a unos dos kilómetros de Moguer, y ‘Cementerio Parroquial’, que nos acerca, por fin, a la tumba de Juan Ramón y Zenobia.
Cuenta la leyenda que las últimas palabras de Juan Ramón fueron dedicadas a su localidad natal: “Moguer… madre… Moguer”. Fuese o no así, poco importa: el poeta ya había llevado ‘a todos los países y a todos los tiempos’ esa ‘blanca maravilla’ que convirtió en inmortal.
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