Gran Vía es ruido, pero un ruido alegre. Hay lugares en el mundo -pocos seguramente- donde el ruido adquiere sentido. Espacios donde el ruido se apodera del lugar y lo hace suyo. Rincones donde el ruido esconde cierta melodía. La Gran Vía de Madrid es uno de esos sitios.
Y es caos, mucho caos. Dice la historia que la Gran Vía se planificó como una avenida moderna, elegante, esbozada especialmente para poner orden a una ciudad urbanísticamente caótica. Tres tramos diferenciados y perfectamente distribuidos en 1360 metros de longitud que parecen mucho más cuando tratas de avanzar entre la gente. Vano intento. Curiosa o casualmente, el caos de la ciudad terminó invadiendo y concentrándose precisamente aquí. No todo el caos, porque Madrid es Madrid, pero en Gran Vía se resume y se condensa.
Caos de tráfico por una irracional decisión urbanística que disfraza de autopista la calle más céntrica de la ciudad. Caos de gente, de gentío, de muchedumbre, de multitud, de aglomeraciones, de vulgo, de masa, de agorafobia, de avisperos. Caos de turistas perdidos mirando las vigilantes estatuas de las alturas, chocando entre ellos, distrayendo sus carteras en manos ajenas y siendo atrapados por el canto de horrorosos souvenires en forma de flamencas que vivieron tiempos mejores. Caos esporádicos que surgen y desaparecen repentinamente en forma de grandes estrenos, de rebajas, de vueltas ciclistas, de conciertos, de luces de navidad, de manifestaciones y de orgullo.
Gran Vía es la calle de los cines, de los que resistieron y de los que murieron, que tristemente son la mayoría. Es la calle de Ava Gardner y de Alex de la Iglesia porque ambos fueron capaces de empaparse de esa atmósfera que mezcla aires castizos y amagos de modernidad.
Los cines se convirtieron en teatros y los teatros en musicales. La calle de llenó de leones, gatos, fantasmas, niños bailarines y miserables. Y la Gran Vía mutó en nuestro Broadway particular, según una de esas odiosas comparaciones de los folletos turísticos. Como si fuera posible comerse un bocata de calamares en Times Square.
Porque Gran Vía es olor a pescado frito rebozado, a jamón serrano, a cocido madrileño y a patatas bravas. A la comida más tradicional madrileña pero también a todos los sabores del resto de España y del mundo. En Gran Vía puedes saborear el mejor marisco de Galicia, lomos de vacas de la pampa argentina, curry indio, sushi japonés o tacos de cochinita pibil. Y pizzas recalentadas que saben a gloria a las cuatro de la mañana.
Es la calle que nunca duerme o lo era hasta que un maldito virus nos robó su alma y convirtió en una realidad imposible aquella mítica escena de Abre los Ojos con la calle totalmente vacía. Pero es cuestión de tiempo. Volverán la alegría, el ruido y el caos. Volverán de la misma forma que reaparece cada día esa mítica pareja de heavies que se han quedado modernamente anticuados, pero conservan todo su carisma. Como la propia Gran Vía.
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