Hubo un tiempo no tan lejano en el que los grabados y las estampas eran las únicas formas de viajar disponibles para millones de personas en el mundo. Se tardaban días en recorrer mil kilómetros de distancia y a menudo no había medios ni disponibilidad para esas aventuras. Pero seguíamos viajando y mostrando fascinación por lugares más o menos remotos. Actualmente, Alemania está a la vuelta de la esquina, pero en esta ocasión nos gustaría recordar su faceta más romántica a través de los cuadros del pintor Caspar David Friedrich, un mito del Romanticismo germano.
En los tiempos de Instagram, las composiciones de Friedrich nos parecen lo más normal del mundo: una persona o una serie de personajes de espaldas al objetivo y mirando al horizonte. Pero hace 200 años no era tan habitual. El pintor germano fue uno de los primeros que empezó a explorar la vertiente melancólica de este tipo de composición en el que paisaje y figuras combinan de forma singular en cuadros de aire arrebatadoramente nostálgico.
“Luna saliendo sobre el mar” (1822) es una de esas obras que trascendió su época y se erigió, no solo en símbolo de un estilo pictórico, sino de un temperamento particular, el del Romanticismo alemán. Friedrich nació a la orilla del Báltico, en la ciudad de Greifswald, en la Pomerania occidental, y el mar será uno de los motivos habituales en su obra. En este caso, representa una estampa idílica con dos figuras de mujer y un hombre con dos veleros en el horizonte, todo ello teñido de nostalgia por un sol crepuscular a punto de hundirse en las aguas del Báltico.
“Luna saliendo sobre el mar” hace pareja con una obra titulada “Paisaje con árbol solitario”. Ambas fueron encargadas a Caspar David por un coleccionista berlinés de nombre Wilhelm Wagener. Si “Luna” simbolizaba el ocaso, “Árbol” representa, obviamente, la mañana. Friedrich presenta en este segundo cuadro otro de sus motivos más apreciados: el campo y el bosque alemán.
La visión nacionalista de Friedrich
Y es que la obra del artista germano también tiene un componente nacionalista en una etapa compleja para la historia europea. Pocos años antes, las campañas de Napoleón habían conquistado buena parte de Europa. Durante esta fase, comenzó a cuajar una reivindicación de las tradiciones de los pueblos germanos. Décadas más tarde, ese sentimiento terminaría derivando en el nacimiento del Estado alemán moderno.
Para Friedrich, reivindicar sus raíces no solo era vestir a sus personajes con los trajes tradicionales germanos —prohibidos durante la Restauración— sino también dotar a sus paisajes de un marcado acento nostálgico cercano a lo sublime, un concepto estético que representaría de forma ideal su famosa obra “El caminante sobre el mar de nubes”.
Pero nosotros, en esta ocasión, nos quedamos con la placidez de una mañana soleada en la campiña alemana. A la sombra del roble, la figurita de un pastor revisa su rebaño en la orilla de una pequeña charca. Y al fondo, en el valle, se distingue la aguja de la iglesia del pueblo, otro de los motivos clásicos del pintor germano.
Nos desplazamos ahora hacia Eldena para disfrutar de otro de los cuadros más famosos de Friedrich. Inspirado en las ruinas de la abadía gótica de Eldena —que todavía hoy se mantienen—, el artista germano inauguró con esta obra otra faceta típicamente romántica: la ruina como alegoría nacionalista y nostálgica. ¿Y es que quién no siente un escalofrío al recorrer el templo de Apolo en Delfos, el Foro Romano, Machu Picchu o Chichén Itzá? Es el poder evocador de la ruina, que nos permite viajar en el tiempo sin movernos del sitio, imaginar un mundo perdido nunca olvidado.
De Eldena, nos vamos a la isla de Rügen a donde Caspar David viajó en varias ocasiones. Los biógrafos del pintor germano aseguran que este famoso cuadro titulado “Acantilados blancos en Rügen” sería un “cuadro de bodas” dedicado a Caroline, la mujer del pintor en uno de los primeros viajes que hizo la pareja tras casarse y establecerse en Dresde.
La obra, de hecho, destaca por el tono blanco de los acantilados de piedra caliza de Wissower Klinken en la isla de Rügen que bien podrían simbolizar el enlace de la pareja. Aunque aparecen dos personajes masculinos, ambos serían la representación de la misma persona: el propio Friedrich en dos momentos de su vida. El enfoque en picado, la armonía cromática y la atmósfera de plácido ensueño han convertido esta obra en otra de las más apreciadas del genial paisajista.
Nuestro viaje por la Alemania romántica de C.D. Friedrich termina por donde empezó: en el Báltico. Pocos años antes de su muerte, el pintor alemán decide abordar una composición abiertamente simbólica sin perder de vista su amor por la representación del paisaje. Son cinco personajes a la orilla de un mar con cinco veleros. No es casualidad: cada personaje, y cada barco, representan un momento en el desarrollo de la vida.
Buena parte de estos paisajes marinos reinterpretan la bahía de Greifswald, su ciudad natal, en la que abundan las marismas. Pese a que los pintores románticos rara vez completaban el cuadro al natural (para eso habría que esperar unas décadas hasta la llegada del plenairismo del los impresionistas) las referencias al entorno geográfico son constantes en la obra de Friedrich.
La figura masculina de espaldas sería una personificación del propio Friedrich, vestido con ropaje invernal pese al aparente buen tiempo. Los aparejos de pesca recogidos apuntan a esta figura que, alegoricamente, se dispone a subir a uno de los veleros que es el que le conducirá a su último viaje...
Los biógrafos del pintor clasifican esta obra como un “cuadro de despedida”, pero no es una despedida amarga ni tumultuosa. El mar está en calma, el día ha sido esplendoroso, los niños juegan —con una bandera, Friedrich no perdía oportunidad de reivindicar su patria—, y la pareja disfruta de una tarde apacible al borde del mar. La vida sigue.
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