Cuatro hombres se lanzan al vacío desde un tronco de árbol de más de 20 metros de altura imitando el vuelo de los pájaros, atados tan solo con una cuerda al mástil: es la culminación del rito de los voladores mexicanos, una tradición con más de 2500 años de historia que forma parte de la lista de Patrimonio Cultural de la Humanidad y que tiene como objetivo principal brindar ofrendas a los dioses para pedirles la fertilidad de la tierra. Viajamos a México para conocer más de cerca el rito de los voladores mexicanos que acarician el cielo con sus insólitas acrobacias.
Los voladores mexicanos, un rito milenario
La tradición afirma que aproximadamente en el año 600 a. C. se produjo una época de sequía y hambruna que llevó a los consejeros de las comunidades indígenas a enviar a varios mensajeros al cielo para hacer ofrendas a los dioses solicitando lluvia para la tierra. Este es el origen mítico de un rito que se ha convertido en un símbolo de diversos pueblos mexicanos.
Grupos étnicos como los totonacas de Totonacapan en Veracruz, los teenek de San Luis de Potosí, los nahuas y los ñañhus de Puebla e Hidalgo y hasta los mayas kichés de Guatemala, han desarrollado diferentes variantes del rito cuyo origen es situado por la mayoría de historiadores en la región de Papantla y El Tajín en la mencionada zona de Totonacapan.
Los totonacas se consideran, en este sentido, guardianes de esta tradición siendo los principales responsables de su protección ante los vaivenes de la historia, principalmente la llegada de los españoles y otros países europeos a partir del siglo XVI. Fue durante la época colonial cuando los voladores mexicanos tuvieron que ingeniárselas para mantener esta tradición en un contexto de aculturación cristiana.
En algunos casos, los indígenas sugirieron que se trataba de un simple juego ocultando sus valores espirituales y sociales que podían ser censurados por sus connotaciones paganas. En otros casos, las comunidades de voladores combinaron elementos cristianos con las tradiciones prehispánicas para mantener vivo el ritual.
Una vez lograda la independencia en el siglo XIX, el ritual trató de volver a sus orígenes, pero con el paso del tiempo se ha encontrado con nuevas dificultades: la migración, la aculturación de las nuevas generaciones o el exceso de comercialización convirtiendo un rito de amplia resonancia espiritual y comunal en una suerte de circo para turistas.
La declaración del rito de los voladores mexicanos como Patrimonio Inmaterial de la Unesco ha posibilitado la preservación de la ceremonia original fomentando las Escuelas de Niños Voladores, la reciente aceptación de mujeres voladoras, así como el estudio entre historiadores y antropólogos de la significación del rito más allá de su belleza e impacto estético.
Voladores mexicanos: ocho pasos hasta rozar al cielo
El rito original de los voladores mexicanos de Papantla consiste en ocho etapas, siendo la última la del vuelo. El proceso comienza con la formación de los participantes que incluye al caporal —el líder del grupo— y a los discípulos voladores. Se trata de una preparación espiritual pero también física ya que los participantes deberán cortar y arrastrar un gran tronco, subirse al mismo y ejecutar complejas piruetas agarrados de una cuerda.
La segunda etapa del ritual llega con la confección del vestuario y la preparación de los instrumentos musicales para ejecutar las danzas. La tradición afirma que los primeros voladores mexicanos se disfrazaban con plumas imitando el vuelo de las águilas. Pero con el paso de los siglos la influencia europea fue introduciendo novedades en el atuendo.
Actualmente, el traje ritual consta de un gorro cónico con un penacho multicolor que simula el copete de un ave además de los rayos solares. Varios listones de colores caen por la espalda del volador simbolizando el arcoíris después de la lluvia. El pantalón rojo adornado por flecos dorados se remata con botines de piel de tacón alto: el tono rojo se relaciona con la sangre de los voladores muertos y la calidez del sol. Todo el atuendo es rematado con bordados que aluden a la primavera, época de florecimiento y fertilidad, objetivo principal de la ceremonia.
Así mismo, los instrumentos son otro aspecto esencial del rito, ya que la danza es la fase previa al vuelo, liderada por el caporal que usa un pequeño tambor sujeto a su palma de la mano el cual golpea con una pequeña baqueta. Por su parte, la flauta de carrizo de tres orificios acompaña con melodías la percusión del tambor.
Una vez preparado el atuendo y los instrumentos, el grupo de voladores debe llevar a cabo un periodo de ascesis consistente, al menos así la marca la tradición, en la abstinencia sexual, la prohibición de tomar bebidas alcohólicas, así como la necesidad de purificarse de malos pensamientos.
Ya preparados a nivel físico y espiritual y con todo a punto, los voladores entran en la fase decisiva del rito que arranca con la búsqueda de un ‘palo volador’ que debe tener una altura mínima de 20 metros. El caporal y sus discípulos piden perdón del Kiwíkgolo (el dios del monte) porque van a sacrificar un miembro de su comunidad vegetal, mostrando también las connotaciones panteístas del ritual. Se produce entonces un baile ceremonial alrededor del árbol escogido y, cuatro días más tarde, el grupo regresa para los 12 hachazos rituales para retirar el árbol de su lugar.
La quinta etapa llega con el arrastre del tronco, un trabajo en el que colabora toda la comunidad, no solo los voladores: hasta 200 personas pueden ayudar en esta fase de la ceremonia. Acto seguido se prepara el árbol con todo lo necesario para que los hombres puedan trepar por él, se cava el hoyo y se coloca el tronco en su nueva ubicación, tras un rito que incluía tradicionalmente el sacrificio de una gallina negra.
Y, por fin, llega el día de la danza y el vuelo que se inicia con el baile ritual alrededor del tronco marcado por la música del caporal. Después suben los voladores que se amarran en cada lado del cuadro simbolizando los cuatro puntos cardinales. Después sube el caporal que se instala en la plataforma superior: invoca al sol con sus sones, uno por cada punto cardinal. Finalmente, se gira en dirección a oriente para terminar con un nuevo baile en honor al astro rey.
Cuando el caporal termina su baile, entran en juego los voladores, el momento más espectacular del rito: los cuatro hombres se lanzan al vacío en un descenso gradual mientras imitan el vuelo de pájaros ejecutando complejas coreografías que, según la tradición, incluyen 13 giros simulando descender por los 13 cielos del dios sol: 52 giros en total que simbolizan el ciclo de 52 años del calendario indígena o Xiuhmolpilli.
La cosmogonía tradicional, la fertilidad asociada a los ciclos agrícolas, la comunicación con la divinidad, la armonía con la naturaleza, el respeto por la memoria de los muertos y la cohesión de la comunidad subyacen en esta espectacular, colorista y vibrante tradición de los voladores mexicanos.
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