Hoy dirían que la historia del Greco es un ejemplo de resiliencia, pero seguro que él hubiese preferido el término estoicismo, mucho más clásico y asociado a la cultura que él admiró desde sus orígenes en Creta. Porque Doménikos Theotokópoulos, conocido en España como el Griego o el Greco, siempre quiso convertirse en un artista total, un intelectual al modo renacentista que concebía la pintura como la expresión de una idea, como una de las más puras manifestaciones del espíritu.
Pero sus planes, al menos en vida, nunca salieron tal y como él los diseñó, adaptándose a las circunstancias y convirtiéndose en una suerte de pintor itinerante hasta que con 36 años llegó a Toledo donde vivió la segunda parte de su vida, un periplo artístico que le llevó de Creta a España, pasando por Italia, que define su personalidad insólita y su genio legendario.
Tras las huellas del Greco
Los viajes del Greco no fueron por placer, sino por necesidad, no era un viajero diletante, sino un tipo que buscaba trabajo a la altura de sus metas artísticas. Bien es cierto que podría haberse quedado trabajando en su Candia (hoy Heraklion) natal, donde ya tenía un taller de iconos con apenas 20 años, pero Theotokópoulos había conocido la pintura ‘moderna’ del Occidente mediterráneo y consideró que pasarse el resto de su vida pintando una y otra vez los mismos iconos no era para él.
El Greco en Creta (1541-1566)
La isla griega pertenecía al Imperio veneciano desde el siglo XIII lo que configuraba un ambiente artístico singular, una combinación de ancestrales influencias clásicas, furor ortodoxo fruto de su tradición bizantina y referencias a la modernidad de la metrópoli.
Y así fue moldeándose la base estilística única del Greco que, tras formarse en pintura al temple tradicional en un taller, fundó con 22 años el suyo propio estableciéndose como pintor de iconos. San Lucas pintando a la Virgen y la Dormición de la Virgen con la entrega de la cinta a Santo Tomás son las escasas obras cretenses del joven artista que han llegado a nuestros días.
En ellas, además de percibirse su dominio de la técnica tradicional y la iconografía bizantina, se puede encontrar influencia de los grabados occidentales con un mayor sentido del volumen y la luz: no cabe duda, el Greco sentía que su pulsión artística desbordaba la mística ancestral de los iconos.
Con su padre fallecido y con ciertas dificultades económicas que le acompañarían en buena parte de su vida, Doménikos puso rumbo a la metrópoli desde donde le llegaban rumores de un ambiente artístico a la altura de sus ambiciones.
El Greco en Italia: Venecia y Roma (1567-1576)
Casi una década estuvo el pintor cretense en Italia, donde tampoco consiguió el éxito arrollador que buscaba, pero donde, sin duda, terminó por consolidar su base estilística antes de crear su propia maniera en la siguiente década. Y es que, para un artista ambicioso y entregado a su profesión, recorrer Venecia y Roma a mediados del siglo XVI era un sueño hecho realidad. Un tal Miguel Ángel había muerto unos pocos años atrás y Tiziano, Tintoretto y compañía eran los ‘amos’ artísticos de Venecia.
Fue justamente Tintoretto el pintor que más impactó al pintor cretense que, sin duda, tomó muchas enseñanzas del artista más veneciano entre los venecianos: un genio que nunca salió de la laguna, para qué, si el color de Venecia es lo único que un pintor necesita para inspirarse.
Porque a pesar de haber pasado por Roma, el Greco siempre quedó adherido a la corriente veneciana que da más preminencia al color que al dibujo, pese a ser también un incansable dibujante y un admirador de la musculatura miguelangelesca.
No obstante, sus opiniones sobre el genio florentino nunca fueron muy indulgentes: cuenta la leyenda que, mientras la Contrarreforma dudaba si acabar con la Capilla Sixtina por indecente, el Greco se ofreció para (re) pintarla él mismo… y mucho mejor, por supuesto.
El Greco en Toledo: la apoteosis de un genio único
No importa que no tengas ni idea de arte, tú mira con atención un cuadro del Greco de los muchos que hay en Toledo o que se conservan ahora en el Museo del Prado como La resurrección de Cristo, El bautismo de Cristo o Vista y plano de Toledo: no hay nada igual en la historia del arte. Habría que esperar a la vanguardia del siglo XX para que fuera plenamente reivindicado. Pero nadie quiso, pudo o se atrevió a copiar al cretense. Su pintura terminó siendo demasiado personal para crear escuela.
Tras muchas décadas de formación, estudio, crisis artísticas y trabajo incansable, el Greco logró su objetivo: desarrollar un estilo único, inclasificable y arrollador. Y también difícil de comprender por sus contemporáneos, incluyendo a la corte madrileña.
Y es que el Greco llegó a España buscando trabajo (otra vez). Sabía que la corte de Felipe II buscaba artistas y sobraba el dinero. El Escorial necesitaba cuadros. Pero el Greco también tuvo que ponerse a la cola como otras colegas. No culpemos a la corte madrileña: allí nadie sabía que el Greco iba a ser el Greco.
Mientras tanto, el pintor cretense puso rumbo a Toledo donde, por fin, encontró algo parecido a un hogar. Al poco de llegar recibió un encargo de la Catedral para decorar la Sacristía. El Greco tardó dos años en pintar El Expolio, a la postre una de sus obras más célebres y que sigue en la catedral toledana.
Como le pasaría varias veces en su carrera, el cuadro no gustó, pero todos percibieron que aquello no era normal. Tal vez por ello no gustó, porque no estaban acostumbrados a un estilo tan singular. Y claro, nadie quiso pagar lo que se había acordado. Otro problema habitual del cretense que compartió con su ‘amigo’ Miguel Ángel: siempre peleando por dinero.
Y así llegó su turno en el Escorial, donde el Greco recibió su ansiado encargo real, en este caso sobre el martirio de San Mauricio. Tres años después (el arte lleva tiempo), el artista cretense presentó su obra a Felipe II, pero la misma “no inspiró devoción”. En este caso sí se paga lo acordado, pero el Greco pierde el tren ‘real’.
A estas alturas, con más de 40 años y unas cuántas decepciones, el estoicismo del Greco es irreductible. Cogió los pinceles y volvió a Toledo donde terminó por cincelar su genio. Hasta el final de sus días, el Greco combinó el retrato con las escenas religiosas en cuadros como El entierro del conde Orgaz, La Anunciación de Illescas, El caballero con la mano en el pecho o el impresionante La visión del Apocalipsis del Metropolitan de Nueva York.
Este último es pura vanguardia… con cuatro siglos de antelación, demostrando a la historia del arte que solo hay una manera de trabajar (y vivir), siendo fiel a tus principios, hasta el final. El Greco aprendió, estudio, falló, y se reinventó, pero siempre haciendo las cosas a su manera, que, al fin y al cabo, es la única que tenemos: la nuestra.
La suerte para nosotros quiso que este “extravagante filósofo de grandes dichos” (que además pintaba), como lo definió su amigo Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, diera con sus pinceles en Toledo, ciudad siempre heterodoxa y misteriosa que lo acogió hasta el final.
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