Una infancia en Asturias, de estudiante en Madrid, varios años en Bruselas, unos meses en Barcelona, una temporada en Granada y hasta seis direcciones diferentes en San Sebastián, además de diferentes viviendas en otros puntos del País Vasco: en total, quince mudanzas. Y eso sin contar con los numerosos viajes que hizo por España, Europa y África conociendo Francia, Italia, Inglaterra y Marruecos. Y todavía no existía Ryanair.
Así fue la vida de Darío de Regoyos (1857 – 1913), un pintor nómada movido siempre por una insaciable curiosidad vital y artística (y la necesidad económica de una familia muy numerosa) cuya obra, no siempre bien valorada, fue una inspiración para las generaciones de pintores posteriores, Picasso incluido: el primer (y último) impresionista español.
Darío de Regoyos, el explorador de impresiones
“Si volviera a nacer —escribía Regoyos en 1905— solo haría paisaje, entregándome por completo a las impresiones que recibiera de la naturaleza”. Pocas reflexiones definen el impresionismo de forma tan sintética como estas palabras del pintor asturiano.
Pero por suerte para nosotros Regoyos no volvió a nacer, siendo “algo más” que el pionero de los impresionistas españoles: también fue, de alguna forma, el último, al descubrir que la revolución técnica impresionista abría un mundo de posibilidades artísticas.
Porque la verdadera revolución, la que rompía definitivamente con cinco siglos de pintura desde que el Renacimiento pusiera las bases de la modernidad, llegaría más tarde: fueron las diferentes fórmulas posimpresionistas que desembocaron en las vanguardias, del divisionismo al simbolismo. Y Regoyos estuvo allí, siendo un pionero de la pintura española.
Pero más que un artista reflexivo, más que un ensimismado viajero de interiores, Regoyos fue un nómada de impresiones incapaz de arraigar en ninguna parte, llevando a su familia de aquí para allá durante décadas: un nomadismo que le llevó en primer lugar de Asturias a Madrid.
De Ribadesella a Aranjuez, pasando por Argüelles
Pese a los esfuerzos historiográficos por desvelar la conexión de Regoyos con Asturias, poco se sabe de sus primeros años en Ribadesella, localidad asturiana en la que el pintor nació en 1857. Si bien su madre era de Gijón, su padre era de Valladolid, arquitecto de profesión, lo que llevó a la familia a un piso en el barrio de Argüelles en Madrid donde Darío continuó con su formación, ya enfocada hacia ámbitos artísticos, pese a las reticencias del padre, “al que envío a paseo” según sus propias palabras.
En vez estudiar matemáticas “y otros absurdos que jamás comprendí”, el joven Regoyos prefería acudir “hacia el paso de nivel de la Florida con objeto de ver salir los trenes y maniobrar las máquinas, así me hacia la ilusión que iba hacia la estación para tomar el tren”.
Y cuando su padre murió, Darío convenció a su madre para “ir con la casa a cuestas a Aranjuez, con la intención de establecernos allí los otoños y primaveras, los inviernos en Andalucía y los veranos en el Extrangero”, y así, de paso, olvidar a la Choncha, su primer amor, cuya relación, al parecer, “decidió su carrera artística”.
Regoyos en Bruselas
¿Por qué el pintor asturiano escogió Bélgica y no París para continuar con su formación artística? Primero, porque su maestro en la Academia de San Fernando de Madrid, el gran paisajista Carlos de Haes, era belga y le recomendó Bruselas.
Y, segundo, porque París atravesaba en los años 80 una fase de transición artística, una cierta crisis creativa tras la explosión impresionista de los 60. Como dice el historiador del arte Manuel Valdés Fernández en este artículo, París ya no era el centro de creación único y exclusivo… aunque no tardaría en volver a liderar el arte europeo, por supuesto.
“Mientras los impresionistas interpretaban el mismo concierto, ya anticuado y conservador basado en los problemas derivados de la objetividad del instante”, Regoyos llegó a Bruselas para completar su formación en el verano de 1879: aprendió, efectivamente, la técnica plenairista pero también vio cómo se superaba la mera objetividad impresionista “para adentrase en los territorios de la expresión simbólica del mundo”: impresionismo y posimpresionismo que marcarían la trayectoria posterior del pintor.
Regoyos se integró en la vida artística bruselense formando parte primero del Círculo de los XX junto a figuras claves de la vanguardia europea como James Ensor y siendo el único pintor extranjero del L’Essor, el más innovador de la ciudad en aquel momento.
Aunque nunca se estableció plenamente en Bruselas y siguió volviendo a España frecuentemente, Regoyos tuvo tiempo de entrar en contacto a finales de los 80 con Georges Seurat, fundador del Neoimpresionismo puntillista con su famoso cuadro expuesto ante el Círculo de los XX Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte.
Su colega Signac, que desarrolló el divisionismo, dio clases de técnica puntillista a Regoyos lo que fue clave para el pintor asturiano que se embarcó en su propia aventura neoimpresionista entre 1892 y 1895, estilo que abandonó, al menos como fórmula dominante de los cuadros, debido a su exceso de meticulosidad que no casaba bien con la impulsividad emocional y la inquietud plenairista y viajera de Regoyos. Pese a todo, ha sido señalado (también) como el único español que formó parte del grupo de pintores puntillistas.
La ‘España negra’ de Regoyos
Mientras alternaba Bruselas con España, Darío tuvo tiempo de iniciar un proyecto fundamental en la historia cultural española de finales del siglo XIX que lo vincularía con la Generación del 98 de la que formó parte su buen amigo Pío Baroja.
En marzo de 1888, Regoyos y el poeta belga Émile Verhaeren hicieron un viaje por España a la búsqueda de un “país bárbaro, atrasado y atávico”, lejos del mito folclórico y romántico que había germinado tras los viajes de la generación anterior.
Entraron por el País Vasco que Regoyos conocía muy bien ya que en la década de los 80 ya frecuentaba esta tierra que sería, a la postre, lo más parecido a un hogar para él. Después bajaron hacia Pamplona, para poner rumbo a Madrid pasando por Burgos, El Escorial y Ávila.
Aunque el proyecto completo no se publicaría hasta 1898, primero en la revista Luz fundada por el propio pintor y un año más tarde en formato libro con 27 grabados y 7 xilografías, España negra se convirtió en un clásico que ilustró una época de grandes cambios en España, marcada por una crisis de identidad nacional y un deseo de poner los mimbres de la modernidad a nivel social y cultural.
Y pese a que años más tarde, como hemos visto, Regoyos repudió aquella etapa, a la que llamó con desdén pintura neurasténica, algunas de esas obras de su época “negra” están entre las más célebres del pintor, mostrando la cara más sobria y tradicional de una España que, por otro lado, sigue presente en nuestra idiosincrasia, para bien y no tan bien.
Regoyos en Barcelona y Granada
Por lo que se extrae de su periplo viajero, a Regoyos siempre le atrajo el norte. Bien es cierto que parece circunstancial su nacimiento en Asturias, pero su posterior vinculación al País Vasco ya no parece tan causal. Y que pasara tanto tiempo en Bruselas se debió, sin duda, a algo más que las recomendaciones de su maestro.
Pero su estado de salud cada vez más delicado le llevaron a tener que buscar otras latitudes más mediterráneas. Primero fue Barcelona, donde residió un tiempo a finales de siglo XIX, cuando fundó esa revista Luz donde publicó por entregas la primera versión de España Negra. Y ese mismo año, el mítico Els Quatre Gats celebró la segunda exposición individual del pintor, tras la primera celebrada en París un año antes.
No era, desde luego, un pintor novato cuando pudo celebrar su primera exposición individual. Pero valió la pena. Al menos para muchos de los allí presentes, como un tal Pablo Picasso, que según se señala en este texto del Museo de Bellas Artes de Bilbao —donde se halla la mayor colección del pintor— pudo apreciar tanto las siluetas y actitudes de las mujeres que influirían en su etapa azul como las imágenes de los caballos muertos que pudieron generar un símbolo iconográfico con sus lenguas moradas que llegaría hasta el mismísimo Guernica. Casi nada.
Y en octubre de 1910, ya en la época final de su vida, y buscando un clima más agradable, Regoyos y su familia probaron suerte durante casi un año en Granada, donde realizó alrededor de 30 obras según sus biógrafos, a buen seguro disfrutando de la luz sureña y mediterránea que tanto influyó a su coetáneo Sorolla.
No obstante, Regoyos ha llegado a ser denominado el “antiSorolla” por su estilo menos pulido, más naif y visceral, un pintor, en definitiva, que pintaba más con el corazón que con la cabeza y que, desde luego, manejó peor sus finanzas que el valenciano.
Regoyos y su ‘casi’ hogar en Euskadi
En abril de 1911, Regoyos regresa a Bilbao. Tres décadas antes había llegado por primera vez al País Vasco donde se encontró a gusto, o, en todo caso, menos a disgusto que en el resto de los sitios en los que vivió que, como vimos, fueron muchos.
Hasta seis casas tuvo en San Sebastián entre 1894 y 1907. También vivió en Irún y en Durango hasta que en 1907 llega a Bilbao, trasladándose en febrero de 1908 a Las Arenas en Getxo donde montó su penúltimo campo base, antes de marchar a Barcelona en los últimos meses de su vida.
Así pues, Euskadi fue para Regoyos el lugar al que siempre volvió, el ambiente que más disfrutó pese a mantener su nomadismo por toda la costa vasca. Y no es de extrañar que muchas de sus obras más famosas estén enmarcadas en esta tierra como El baño de Rentería señalada por los críticos como su cuadro más netamente impresionista.
La ría de Bilbao, Elorrio, Santa Lucía en Durango, Lluvia en Mondragón, El Urumea o la Iglesia de Lezo son algunas de esas obras en las que Regoyos toma elementos del paisaje vasco para interpretarlos emocionalmente a través de su técnica impresionista con elementos tomados del divisionismo, esa fusión estilística a nivel técnico, pero rabiosamente individual a nivel conceptual, con un toque primitivo y aparentemente descuidado que, paradójicamente, lo convirtieron a la postre en pionero de las vanguardias.
Pero a buen seguro que a Regoyos le da iba igual ser (o no ser) un pionero: tan solo quería entregarse a las impresiones de la naturaleza para luego colorearlas con los pálpitos de su corazón.
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